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La Caja de Pandora

El 11 y el 18

El 18 de septiembre y desde hace dos siglos se desencadenan en Chile las fiestas patrias que celebran el día de la independencia nacional. Aparecen las banderas en la calle, se producen desfiles militares, se despliegan fondas por todo el país, donde se baila cueca, se toma vino y se come empanadas. En una especie de carnaval popular, la gente se reencuentra para celebrar y confraternizar.

Desde hace décadas esta celebración anual es precedida siete días antes, sin embargo, por la conmemoración del golpe militar que derrocó al gobierno de Salvador Allende. Esta semana anterior es la ocasión en que se despliegan y confrontan con vehemencia las posiciones políticas más opuestas de la sociedad chilena, que nos recuerdan que hay en el país una especie de cicatriz política que no cierra, que ya alcanza medio siglo.

Con el correr del tiempo, a este ritual que celebra la existencia nacional -el de la fiesta de la independencia- se le ha incrustado otro que cuestiona y desafía aquello que nos une como país. Es como si anualmente se hiciera primero el ejercicio de aceptar francamente que hay una herida abierta que no se puede curar y luego, en unos pocos días, se le echara tierra para ocultarla con la fiesta, tratando de olvidar el trauma.

¿Por qué medio siglo después los sucesos de 1973 siguen siendo la fuente principal de los más áridos enfrentamientos políticos en Chile?

En primer lugar, porque son ineludibles. No se pueden ignorar. Pero además porque significan mucho para quienes los vivieron y ese valor significativo se ha trasladado a sus hijos, nietos, cercanos, como una especie de herencia.

Estos hechos contienen una profunda carga individual y colectiva de compromiso, entrega, sacrificio, valentía. Con el horror, la ignominia, la traición, que los acompañan, contribuyen a conformar una identidad personal y colectiva sólida. Son fuente inagotable de historias y relatos poderosos, llenos de significado. Sus protagonistas han arraigado firmemente en el alma de la gente. Si estos hechos desaparecieran instantáneamente de la memoria colectiva, desaparecería algo que ha dado identidad durante décadas a los diferentes partidos y corrientes políticas de la escena nacional, que quedarían así repentinamente como perdidos en la mitad de la nada, sin puntos de referencia decisivos. 

La historia de la Independencia, en cambio, más impersonal e incorpórea, más neutra, produce consensos y no visiones encontradas. Sus acontecimientos son mucho más distantes y en ella el enemigo está claramente identificado como una potencia colonial externa. Pero frente al golpe militar y la dictadura que lo siguió, su capacidad de evocación es mucho menor.

Este poder de convocar a cada uno, este arraigo en el alma de cada ciudadano, es un verdadero tesoro para las diversas corrientes políticas. Por eso, los hechos del 11 de septiembre y lo que siguió son fundadores de la política nacional actual.

Por su carga, la épica de 1973 invita a tomar partido y renovar el ritual. Los que puedan apropiarse de ella tendrán un gran activo que les permitirá introducirse en el alma popular. Los que enarbolen las banderas y reivindiquen los actos heroicos, los que tomen posesión de apellidos y figuras, tendrán un sitio privilegiado. Y si logran apropiarse de nombres, partidos, banderas, símbolos, ¿por qué querrían dejar atrás estos hechos? En un lenguaje más a la moda, podría decirse que los sucesos del 11 de septiembre y lo que siguió contienen jugosas oportunidades, y se han constituido en formidables corrientes que alojan iniciativas diversas del emprendimiento político. 

Si se utiliza entonces la suspicacia, se podría pensar que la confrontación aludida se repite interminablemente porque es alimentada por el deseo o la necesidad de que la cicatriz  precisamente no cierre. La herida de 1973 es un tesoro que no debe ser dilapidado.

Pero además de ser fuente de identidades políticas, estos hechos causaron una herida profunda. No sólo en las víctimas de amenazas, secuestros, torturas, asesinatos, desapariciones. No sólo en su entorno cercano o en sus descendientes. Causaron también una herida a la comunidad completa, a la posibilidad de vida en común. Una herida ética, si se quiere, que se refiere a lo que es lícito o aceptable hacer a los demás. 

La herida que no cicatriza

La herida, claro, la causó el golpe militar del 11 de septiembre de 1973. El general Gustavo Leigh la anunció muy claramente ese día, prometiendo que extirparían “el cáncer marxista”. Para extraer ese cáncer metafórico, los que se hicieron al mando de las fuerzas armadas causaron lesiones bien reales, físicas y mentales, a un sector significativo de la población, y con ello a la sociedad entera. Por momentos, más que una intervención quirúrgica pareció una orgía de sangre. El “tumor canceroso” no se extrajo realizando un cuidadoso corte con bisturí. El ritual anual de conmemoración del Golpe hunde sus raíces en hechos horrorosos muy reales, de infamia y vergüenza.

La herida de la que hablamos, la que no cicatriza, es lo que quedó después de esta sanguinaria cirugía.  ¿En qué podría consistir su curación? 

Curar la herida significaría convertir estos acontecimientos en enseñanza colectiva para que jamás vuelvan a repetirse actos semejantes, para que se produzca al respecto un consenso básico compartido por todos que se integre a los cimientos de la vida en común y que restaure así el tejido de una verdadera comunidad política. Que la herida cerrara, sería lograr este aprendizaje colectivo, conseguir que se haga realidad. Pero ¿cómo hacerlo, si para unos fue un trauma necesario para extirpar un tumor y para otros no sólo “el marxismo” no es un cáncer que haya que extirpar, sino que el terror que se desencadenó para hacerlo es inaceptable en todo sentido? Con posiciones tan antagónicas, la herida promete no cicatrizar, al menos mientras los que la causaron y los que la sufrieron no estén (estemos) bajo tierra. 

Pero además, para qué hacerlo, si es el fundamento de todo el tinglado político local.

Las metáforas del cáncer, la herida y la cicatrización no ayudan mucho para entender este ritual colectivo del 11 y el 18 de septiembre. No ayudan, en parte por que no permiten explicar que la llaga se vuelva a hurgar cada año para luego taparla provisionalmente y mal, en vez de abordar todos estos temas de frente, colectivamente y sin descanso hasta que se produzca un consenso básico. 

Volvamos entonces a nuestra suspicacia sobre estas posiciones “antagónicas” que impiden ese aprendizaje colectivo que permitiría hallar algunas verdades compartidas. En realidad, sí confluyen de hecho en algo: en que no es posible confluir. Es comprensible. Si estas posiciones antagónicas se dejan atrás ¿de qué se va a alimentar la política local? Si tú eres un político activo y tienes el tesoro político de unos símbolos, banderas, apellidos, partidos, profundamente arraigados en el alma popular, no es razonable dilapidarlo.

Pero estas posiciones antagónicas han confluido también, abierta o tácitamente, en una serie de decisiones cardinales sobre la vida nacional, en el terreno de la economía y de la organización estatal, entre otras. Los portadores de estas posiciones tan irreconciliables dentro del aparato de Estado sí pudieron decidir de común acuerdo, por ejemplo, que los hallazgos de la principal investigación sobre estos hechos de barbarie, el Informe Valech, no se hicieran públicos. 

O sea, no es posible establecer una valoración colectiva de lo que pasó, pero sí es posible decidir en conjunto que los hechos que habría que examinar a fondo no deben ser conocidos por todos. Podemos alinearnos en cualquiera de las dos posiciones antagónicas sobre los hechos del 11 de septiembre y subsiguientes, pero no podemos saber en detalle lo sucedido. Podemos discutir y pelear, pero no a partir de un conocimiento completo de lo que pasó. ¿Por qué este tipo de consensos sí se puede lograr? 

Como diría Hamlet, algo huele a podrido en Dinamarca.

¿Adónde puede llevar la confrontación de posiciones políticas tan opuestas que se levantan sobre información fragmentaria, o peor, creencias, suposiciones y prejuicios? ¿A quién puede servir, además, este tipo de confrontación sin sólidos fundamentos? ¿Qué es lo que puede construir y sostener? ¿No sería acaso una confrontación artificial, sin posibilidades de solución?

Superar estos hechos que enfrentan a sectores importantes de la sociedad chilena implicaría enfrentarse a fuertes intereses establecidos que se lucran políticamente de esta confrontación e implicaría además acceder a una información completa hasta hoy vedada que permita examinarlos, evaluarlos, y finalmente establecer en conjunto responsabilidades y reconocer a las víctimas. En otras palabras, romper una poderosa inercia. Desde el punto de vista del “establishment”, dar un salto al vacío.

Es más cómodo y más beneficioso para quienes dirigen el país sostener esta confrontación que solucionarla y avanzar. Es mejor un enfrentamiento contenido, alimentado a través de unos medios y canales bien controlados, con puntos de referencia, actores, portavoces, estables y familiares.

Es más fácil y manejable seguir alimentando el dolor, el rencor, el miedo, el odio (o quizás el cansancio y el fastidio) de los flaites, que invitarlos a conocer, a evaluar, a dialogar, involucrándolos en el proceso de comprender, de reflexionar, de construir. Es mejor dejar todo ahí para que la herida la cierre el tiempo y mientras esté activa sacar réditos políticos, aprovechar su fuerte carga.

Dejar estos hechos velados por el secreto permite diluirlos en la ambigüedad, deformarlos, sostener incluso que no sucedieron realmente o no tuvieron el alcance que algunos proclaman. 

Pero además de la cómoda inercia y del propósito de instrumentarlos políticamente, ¿cuál es el problema de abordarlos abiertamente a profundidad? ¿Cuáles es el Jinete del Apocalipsis que podría salir galopando de este examen? Simplemente que la ciudadanía (que algunos llamarán el vulgo, la plebe, el populacho, los rotos, etc.) entendiera por qué estos hechos se consideraron necesarios en su momento y que esta comprensión alimentara la conformación de un sujeto político renovado, despojado de la tutela de quienes dirigen hoy el país. 

Abrir esta Caja de Pandora es indagar particularmente por qué la violencia, la barbarie y el terror fueron instrumentos indispensables durante tan largos años. Por qué siguen siéndolo hoy además, no sólo en nuestro país, sino en regiones tan alejadas como la franja de Gaza. Contribuyamos a abrir esta Caja de Pandora y preguntémonos sobre su necesidad.

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