Publicado el 17 de mayo de 2021
(I) ¿Serán realmente distintas la Constitución de 1980/2005 y la Constitución de 2022?
Después de las elecciones del 15 y 16 de mayo, ya está el escenario montado para una remodelación completa de la institucionalidad chilena. La élite y sus operadores en los diversos terrenos tienen enormes recursos a su disposición. ¿Tendrán la capacidad de conducir o al menos aceptar esta remodelación? ¿O aquí también se demostrará su profunda ineptitud para pensar nuestro país de otra manera, con principios y valores distintos de llenarse los bolsillos desaforadamente?
Más allá de su hipotética capacidad (o incapacidad), lo cierto es que es el momento en que los que han dirigido este país durante los últimos 47 años tendrán que desempacar todo el arsenal. Toda su gente pensante se pondrá en acción. Se activarán todos sus espacios de producción intelectual y deliberación. La demoledora capacidad de fuego de sus medios masivos se pondrá en movimiento en toda su extensión.
¿Qué resultará de su despliegue? ¿Acaso una reflexión a fondo y un replanteamiento del papel del Estado en la protección de la población o de los recursos de nuestro país? Seguramente no. Probablemente tratarán de reducir la Convención Constitucional a un gran despliegue de nuevos “derechos”, bajo la forma de un “reality” político de los que se hacen con el propósito de que todo siga —después de un gran espectáculo mediático— bajo su control de siempre.
En medio del torbellino que recién comienza a formarse por esta acción (que será poderosa y sostenida) sería apenas natural que entre quienes desencadenaron este proceso, la multitud diversa pero decidida que confluyó para reventar desde las calles el orden constitucional hoy moribundo, se produjera alguna desorientación. Las coordenadas de esta gigantesca movilización podrían perderse de vista. ¿Qué potencialidades tiene este proceso y cuáles no? ¿De qué trata el período que se abre?
Aunque pueda no ser tan evidente, el momento político actual que nos tiene pensando en la posibilidad y condiciones de una nueva Constitución trata del poder popular. Se trata del poder popular.
Y esto por dos razones: en primer lugar, porque la Constitución vigente, que está muriendo, fue confeccionada como una respuesta a las diferentes expresiones de poder popular que habían logrado desplegarse intensamente a lo largo de Chile durante los años 1972 y 1973. La Constitución de 1980 (desmilitarizada en gran parte en 2005) y el ordenamiento institucional que sintetiza consisten en su fundamento en una reacción a la fuerza que este poder popular adquirió durante ese breve período. Lo que se derrumba hoy es esta respuesta.
Pero en segundo lugar, y más importante aún, porque las alternativas que se desplegarán para un nuevo orden político tendrán un impacto en las formas en que este poder pueda desarrollarse en el futuro: con mayor fluidez u obstaculizadas por la nueva institucionalidad. En el momento actual se están empezando a prefigurar las reglas del juego de lo que viene en las próximas décadas, y lo decisivo de estas reglas, lo que le dará su carácter e identidad a la Constitución que surja, es si permitirá o impedirá (y en qué medida) el desarrollo del poder popular.
1. Por qué y en qué sentido la Constitución vigente es una respuesta
Hay diferentes visiones de lo sucedido en nuestro país durante el último año del período de la Unidad Popular, que terminó con el golpe militar de 1973. Las caracterizaciones pueden ser bastante contrarias: “caos”, “incendio”, “proceso prerevolucionario”, “desestabilización”… Debajo de estas expresiones que resumen de acuerdo a la visión de cada uno lo que estaba desenvolviéndose aceleradamente, había una realidad profundamente conflictiva en que los intentos de sabotaje y derrocamiento del gobierno habían producido una respuesta no esperada ni menos buscada: la activación política de los sectores más humildes y marginados de la sociedad.
El derrocamiento del gobierno de Allende venía siendo preparado incluso desde antes de que asumiera la presidencia, y en este sentido no puede decirse que el golpe militar fuera una respuesta a esta situación. Sin embargo, la dictadura cívico-militar que le siguió y particularmente su brutalidad y su larga duración, fueron alimentadas por la dimensión del terror de las élites y sus servidores a lo que se había puesto en juego durante el período de Allende: no el “desorden” económico y político, subsanable por ellos en un corto plazo, sino la aparición en el escenario político de un actor poderoso, capaz de encargarse constructivamente de los destinos del país sin ninguna tutela (ni de las élites, ni del gobierno), que ya no era esa “masa influenciable y vendible” que los dueños del país habían cultivado laboriosamente durante muchas décadas.
Fue la gran dimensión de este nuevo sujeto lo que determinó el tamaño y extensión del terror que había que aplicar. Y el miedo de las élites no era completamente injustificado. Esta fuerza nueva podía desafiar realmente su poder, podía poner a funcionar el país de otra manera, podía hacer innecesario e incluso inútil el control de los medios de producción a través de la propiedad privada. En suma: mostraba lo prescindible que es su existencia, lo vacías que son sus pretensiones de ser indispensables. El paro de camioneros de 1972, sí, desplegó el poder que tenían los propietarios para controlar la economía y el funcionamiento social, pero chocó de frente con el poder, en el mismo terreno muy superior, que podían desarrollar los trabajadores (o sea, quienes se ganan la vida de su trabajo) y en general la gente más humilde.
Por esta razón, una vez que el golpe militar “apagó el incendio” era necesario impedir que algo así volviera a ocurrir. La Constitución de 1980/2005 fue un camino para resolver en un primer momento y prevenir posteriormente el problema de la conformación de un amenazante sujeto colectivo popular que tiene la capacidad de hundir el orden político elitista (con el modelo económico segregador y voraz que lo acompaña), y de comenzar a construir un nuevo ordenamiento concentrado en el bien común. La Constitución vigente es en sus entrañas una respuesta.
Aunque se concibiera teniendo en mente al comunismo en sus diferentes versiones, la formulación de la Constitución de 1980 (y su remodelación posterior de 2005), tuvo como su núcleo escondido el imperativo de evitar hacia el futuro el desarrollo de este sujeto colectivo y de la fuerza que nace con él: su idea guía fue erradicar cualquier mecanismo que contribuyera a dar origen, a proteger, o peor, a impulsar un poder de este tipo.
Para lograrlo, se realizó un diseño institucional cuyo fundamento fue la autoridad basada en la aplicación de la violencia, abierta inicialmente, más enfocada posteriormente, pero instalando en la vida social la brutalidad como una potencialidad inminente (buscando así suprimir o al menos limitar a lo mínimo el criterio democrático de la autoridad que se gana entre pares). Sobre este cimiento de la autoridad señorial se levantó un modelo estatal al servicio de la iniciativa privada y de la ideología del lucro (para borrar del funcionamiento económico y de la vida social cualquier criterio de solidaridad). O sea, apuntó a erradicar los fundamentos de este poder popular que se había desarrollado: autoridad entre pares y cooperación.
Este diseño institucional se basó en un diagnóstico. Las cabezas pensantes de la élite lograron coincidir durante el régimen cívico-militar en una evaluación de lo que había llevado al “caos” de un pueblo empoderado y desafiante, y apuntaban como causa a la acción de los partidos de ideología marxista o socialista, y a los resquicios legales que les permitieron actuar y desarrollarse en el país. Aparentemente, el “cáncer marxista” había sido el origen del despliegue inédito del poder popular durante el gobierno de Allende, y en consecuencia la acción del personal de la élite se concentró primero en eliminar físicamente a esos partidos y luego en cooptar lo que quedó de ellos.
El anticomunismo fue claro y explícito, pero el poder popular como desarrollo autónomo no fue considerado como tal en este diagnóstico. El pueblo organizado y al mando fue para ellos una extensión de las ideologías políticas; por sí mismo, sin la dirección de los partidos, es simplemente caos: nada más que entender. Y su ausencia en cualquier reflexión en el pensamiento de quienes mandan en el país explica su desconcierto frente a los sucesos que se desencadenaron el 18 de octubre de 2019. Buscando frenéticamente en su instrumental ideológico sólo pudieron interpretar y analizar estos eventos de movilización popular como resultado de la acción desestabilizadora de gobiernos extranjeros y de grupos de ultraizquierda y anarquistas, y señalar desesperadamente a los gobiernos de Cuba o Venezuela (¡o Rusia!). O simplemente confesar su profunda perplejidad, si es que no balbuceaban tímidamente sobre la “desigualdad económica”. El prisma ideológico para el cual el poder popular es impensable sólo puede concebir este tipo de manifestaciones como un caos provocado deliberadamente por grupos “extremistas”, o como explosiones ocasionales causadas por el resentimiento económico y social de sectores marginales.
El orden institucional organizado después del golpe militar, cuyo diseño básico se establece en la Constitución del 80, no sólo no está previniendo ya la posibilidad de desarrollo del poder popular, sino que con su autoritarismo violento y visceral y su desvergonzada apología del egoísmo y del espíritu de lucro ha terminado por producir masivamente primero indignación y luego una fuerte reacción contra estos antivalores que —escudándose bajo la máscara del “orden” y la “libre empresa”— son pregonados por la élite, más allá de cualquier consideración partidaria o ideológica. La autoridad basada en la violencia (abierta o velada), que repite sin descanso el manual de la brutalidad policial, ha ido cultivando sin querer la desobediencia y un desafío abierto a la prepotencia. El culto al lucro ha hecho revalorar como reacción el significado profundo de la solidaridad y la cooperación. La constitución del 80 está en crisis, junto con el diagnóstico que la inspiró y su propósito de evitar definitivamente la aparición de cualquier expresión de poder popular: la movilización ciudadana abre terreno político para que este poder se manifieste y desarrolle.
2. El poder popular se asoma en el escenario de una nueva Constitución
Las alternativas que se abren hoy, a raíz del proceso que se desencadenó el 18 de octubre de 2019 se despliegan entre dos polos opuestos.
Uno de ellos perseguirá una nueva fórmula para prevenir el desarrollo y consolidación de diversas formas de poder popular. O sea, intentará preservar el propósito y sentido profundo de la Constitución vigente pero cambiando sus recursos para lograrlo. Como ejemplo, es previsible que no busque erradicar el papel de la violencia institucional que hoy se concentra, aunque no exclusivamente, en Carabineros, sino que trate de darle una nueva forma.
El otro polo buscará mecanismos institucionales para proteger a la ciudadanía, y con ello le abrirá paso a las diversas formas y expresiones de ese poder, aunque no necesariamente lo formule explícitamente así.
En lo que se refiere al camino de la Convención Constitucional, si se logra un texto constitucional consensuado, aceptable para las diversas corrientes, probablemente el resultado final será un punto intermedio, dependiendo del apoyo político que estas opciones logren. Pero no se trata sólo del resultado final de este proceso (una probable nueva Constitución), sino del proceso mismo, que podría constituir una experiencia de conformación e impulso a diversas formas de este poder, pero que también podría convertirse en un elemento de desmovilización.
La Constitución vigente fue una respuesta al desarrollo del poder popular; pero plantear la situación política que se abre en términos de abrir o cerrar las compuertas políticas a este poder puede parecer un poco forzado, artificial o “ideologizado”. No por nada este concepto ha estado bastante ausente de la reflexión política ligada a la institucionalidad, y más bien ha sido asociado a propuestas políticas marginales o contestatarias.
¿Qué es poder popular? ¿Este poder ha existido en nuestro país sólo en el breve período 1972-3? ¿O quizás nunca existió y es sólo una fantasía romántica e incluso peligrosa?
(II) Poder popular es democracia
La mayor parte de los regímenes políticos de nuestro planeta, incluyendo a los más autoritarios, se definen como democracias. La palabra suele mencionarse repetidamente un poco antes de que comiencen los bombardeos que arrasarán países enteros. A primera vista, la democracia se asocia a dolor, a arbitrariedad, a prepotencia. Pero esta asociación superficial debería levantar sospechas: ¿por qué el uso y abuso de esta palabra, para justificar los actos estatales más despreciables?
A lo mejor para esconder sus infamias detrás del significado profundo y constructivo que tiene esta palabra en la mente de los ciudadanos.
3. ¿Qué es poder popular? ¿De qué estamos hablando?
Hemos usado aquí la expresión “poder popular” para referirnos a esa fuerza característica que se manifestó en Chile cuando los sectores sociales tradicionalmente más marginados invadieron la política en 1972, ya avanzado el gobierno de la Unidad Popular, para actuar en conjunto, de común acuerdo, compartiendo una misma voluntad.
Pero esta poderosa fuerza colectiva que irrumpió desde abajo fue una forma específica de este tipo de poder, no tan distinta de un poder que se ha hecho presente en otros diversos momentos y períodos de la historia mundial.
A esta fuerza o poder de la ciudadanía que es capaz de actuar en conjunto es exactamente a lo que se referían los griegos de la antigüedad con la expresión “demokratia” (demos: pueblo, kratos: fuerza o poder).
Aunque en los últimos siglos la palabra “democracia” se ha usado para referirse a un régimen político específico basada en la representación y la separación de poderes, su significado original en la Grecia clásica aludía a esa fuerza característica y superior que nace cuando el pueblo en su conjunto logra actuar como un solo hombre, fuerza que no descansa en ningún otro lugar que en cada ciudadano, quien se convierte así en su portador y ejecutor. O sea, un solo poder, que sólo está en cada uno.
Se materializaba en un régimen político que no consistía ni en representación, ni en separación de poderes, ni en delegación, y que sólo lograba conformarse cuando cada uno se “sintonizaba”, por decirlo así, con los demás. Cuando esto se produce, el poder que nace es distinto y muy superior a la fuerza de sus integrantes sumados. La palabra griega “demokratia” no es un simple alcance de nombres; su significado se refiere precisamente a lo que en Chile llegamos a llamar “poder popular”.
En cuanto la democracia originaria logró constituir durante muchas décadas una realidad sólida y consistente, o sea, en cuanto estas formas de actuar en conjunto florecieron ampliamente, da claves significativas para entender en qué consiste, dónde está, en qué radica esa fuerza que hemos llamado en nuestro país poder popular. Y si se entiende que la civilización que surgió con ella está asociada a una cultura que se alarga por dos mil quinientos años, se puede captar cuál puede llegar a ser la dimensión y alcance de este poder.
¿En qué radica esta fuerza? ¿Cómo se suscita o invoca este poder colectivo? ¿Cómo se le da curso en una organización estatal concreta?
Esta fuerza colectiva está en cada uno, descansa en la fuerza de cada uno, y es superior porque logra que cada uno dé lo mejor de sí cuando se trata de una acción conjunta. Se invoca pidiendo a cada uno lo mejor, pero además esperando de cada uno lo mejor, y exigiéndolo incluso. Pero ¿quién solicita, espera o exige? Los demás: cada uno sabe que puede esperar lo mejor que los demás pueden dar. Y es una confianza levantada sobre una voluntad compartida, que necesita de la deliberación y el acuerdo para establecerse. El instrumento principal de la democracia es por eso la palabra. La palabra de cada uno y su expresión plena, que se materializa en una voluntad común y que se convierte así en fuerza colectiva. El eje de la organización estatal que este poder puede materializar está en el flujo de la palabra, que es lo que logra construir una voluntad común que integra a cada uno.
La fuerza está ahí. Pero ¿por qué cada uno daría lo mejor de sí a los demás? En realidad, sólo porque y en cuanto con los demás se pertenece a una comunidad real, no sólo imaginada, no sólo pretendida. Es sólo esta pertenencia la que garantizará que la palabra sea oportuna y responsable. No se trata de cualquier palabra: es la que se enuncia como parte de un compromiso con los demás. Sin comunidad real, la palabra no puede hacer esa magia de despertar esa fuerza colectiva.
A diferencia de la “democracia representativa”, donde la participación de cada uno se consigue a través del voto y las decisiones se toman por mayoría, en el funcionamiento original de la democracia griega cuando se lograba este tipo de participación comprometida las decisiones se tomaban por consenso hasta donde fuera posible y después de una deliberación que incorporaba en red a todos los ciudadanos. El voto, la mayoría, la representación, son en este enfoque original sólo herramientas que se ponen al servicio del flujo de las palabras, sólo cuando es necesario, como instrumentos que permiten resolver problemas prácticos dentro de una comunidad que ya se ha constituido y puesto en acción por medio de la palabra. Si no es así, si no se ha constituido esta comunidad, la palabra quedará dislocada de las decisiones y estos instrumentos —aunque auxiliares, valiosos— se convertirán en un cascarón vacío.
Aunque el lugar en que este flujo de la palabra se transforma en decisiones (y entonces da origen a una acción colectiva) es la asamblea, o sea, en una reunión específicamente establecida para decidir, la voluntad común se construye lenta y laboriosamente. Por esto, la democracia como construcción estatal supone necesariamente una extensa red donde la palabra fluye permanente e intensivamente; los espacios de la vida en común se convierten en espacios de diálogo y así este diálogo masivo se vuelve el soporte de las decisiones tomadas sobre asuntos específicos en momentos concretos. Si el flujo de una palabra responsable y comprometida no empapa cada rincón de la vida social, de la vida en comunidad, no es posible un régimen político democrático.
La materialización política de una fuerza así establecida tiene por consecuencia que la autoridad sólo puede ser la que se gana por méritos y capacidades, por idoneidad. La autoridad en un régimen democrático se produce entre pares y sólo se obtiene porque el que obedece la otorga al que manda. La autoridad impuesta, por la fuerza o el engaño en sus diversas modalidades, no pertenece a la democracia.
Por todo lo mencionado, el espacio de la comunicación es decisivo para la democracia y la hace particularmente vulnerable a la manipulación a través de la palabra. No es difícil captar que si el que habla antepone abierta o veladamente el interés privado al bien común, el circuito de la palabra ya no estará al servicio de lo que une y se le extirpará a la palabra la capacidad de producir un sujeto colectivo, que se levante sobre una voluntad común auténtica. A través del virtuosismo en el uso de la palabra se puede llegar a la demagogia vacía.
Y esto lleva a ese supuesto básico del poder popular, mencionado más atrás: la existencia de una comunidad real. No hay una verdadera comunidad si el bienestar de unos es a costa del malestar de otros: una comunidad real ejerce la protección mutua; ningún integrante puede quedar abandonado y menos segregado, y no por compasión, sino porque no tendría la capacidad de aportar lo mejor que puede dar a los demás. En la democracia, por debajo del diálogo y del flujo de las palabras está el compromiso con lo común, que sólo se produce entre quienes se saben parte de una comunidad. Si la comunidad está rota, las palabras se convierten en instrumentos de los intereses particulares y el ordenamiento democrático pierde su capacidad de invocar a este poder popular.
Las palabras sirven para decir verdades, pero también para decir mentiras. Sirven para expresar los hechos factuales, pero también para expresar lo que no existe, y entonces lo que nunca ha existido ni existirá. La confianza de cada uno en los demás, que implica necesariamente poder confiar en su palabra, no supone erradicar algún uso de la palabra, sino que cada uno pueda hacer una clara distinción en las palabras de otros entre verdades, mentiras, hechos, posibilidades, fantasías… En una comunidad rota, estas distinciones comienzan a perderse.
¿Qué es entonces poder popular? La expresión “poder popular” tiene un sentido amplio: hace referencia a esa fuerza que nace cuando la población logra actuar en conjunto, incorporando a través de un circuito de comunicación eficaz la voluntad de cada uno. Esta fuerza puede desarrollarse en menor o mayor escala en diferentes situaciones y momentos, puede invadir el campo de la política y lograr expresiones organizativas —que en la historia han tenido diferentes nombres—, y según las condiciones concretas pueden llegar a ser la base de una organización estatal. Pero llegue o no a expresarse en este terreno político, el poder popular está siempre presente y latente, oculto o abierto, en la vida cotidiana de la ciudadanía.
4. ¿Puede desarrollarse el poder popular en las sociedades contemporáneas?
En la sociedad contemporánea las comunidades están sometidas a presión, fracturadas o acotadas, y esto hace que la cultura de la democracia se enfrente a condiciones adversas y cuando se desarrolla lo hace de formas más o menos restringidas. Cuando la comunidad está rota, la palabra se extravía.
Sin embargo, un ordenamiento político y social levantado sobre el poder popular —o sea, una democracia— no es una utopía. No sólo existió de una forma excepcionalmente fecunda en la antigua Grecia. Fue además lo que permitió sostener en condiciones extremadamente críticas al régimen soviético en sus comienzos, aunque su rápido socavamiento haya producido lo que posteriormente se conoció como el “socialismo real”. Ha aparecido en forma embrionaria, pre-estatal, en diversos procesos revolucionarios o de participación masiva en la historia de la humanidad.
Lo que ha impedido su desarrollo más decidido y extenso en épocas más recientes han sido no sólo las abismales diferencias sociales y económicas que cruzan el mundo actual introduciendo situaciones de indignidad que atentan contra la existencia de cualquier auténtica comunidad, sino particularmente la voluntad militante de aquellos grupos sociales que se benefician de estas profundas desigualdades, y que blindan políticamente esta situación de privilegio. Mientras la economía actúa para romper la comunidad, la voluntad militante actúa para romper la palabra.
Como dice Aristóteles con su habitual transparencia, la democracia es en la práctica el poder de los pobres (Política, 1279b-1280a); en la medida en que los más privilegiados tengan poder, evitarán al máximo que la democracia florezca, a riesgo de perder o limitar su situación privilegiada. La democracia necesita de una comunidad fuerte para que el circuito de la palabra pueda dar origen a una voluntad compartida. Cuando en las sociedades o los espacios sociales el criterio de lo común es débil o fragmentado por desigualdades profundas e intereses antagónicos, los desarrollos democráticos no logran invadir la organización estatal.
Pero además, en nuestras sociedades la palabra misma, o más exactamente la posibilidad de confiar en la palabra del otro, está bajo ataque. No por nada la “postverdad” y las “fake news” se han vuelto una característica destacada de nuestra época. La capacidad de la palabra de comunicar mundos que no existen, que acompañó y nutrió la historia humana bajo diversas formas de mitos, de literatura, de fantasía, adquirieron una utilidad repentina y salvadora para el sistema capitalista bajo la forma de publicidad, que a su vez se convirtió en el cimiento de los medios masivos de comunicación (que en cuanto se pliegan a este enfoque son medios de propaganda). La capacidad fabuladora de la palabra reveló su utilidad produciendo consumidores y luego invadió con este filtro pragmático el campo de la política y la cultura. No importa si puedo confiar o no en la palabra del otro; lo que importa es que logre sumergirme en un “relato”. Y entonces la verdad y la mentira no son relevantes frente a la verosimilitud o la simple consistencia.
¿Ha estado presente el poder popular en nuestro país?
Por su necesario arraigo en cada uno, es evidente que el poder popular es algo que requiere un tiempo de cultivo. Por su profundidad y dimensión, no puede producirse por arte de magia o por decreto. En cuanto descansa en una forma de relacionarse con los demás, germina como cultura compartida en cada uno, en un proceso lento y capilar, que puede ser acelerado pero también lentificado por los ambientes políticos favorables o desfavorables.
Lo que apareció en Chile en 1972 (protección colectiva de la comunidad; debate abierto, inundando todos los resquicios de la cotidianidad; fortalecimiento y defensa de las decisiones tomadas en conjunto; acción colectiva decidida y comprometida, cada vez más sólida y eficaz) no salió de la nada, y eso significa que había una existencia previa, latente, que a pesar de no haber sido invocada por los partidos de la Unidad Popular, se empezó a desplegar debido a circunstancias políticas favorables y comenzó a inundar la vida social durante su gobierno.
Las diferentes formas que tiene la población para resolver los problemas prácticos de la vida cotidiana (y en el centro de estas formas, el trabajo) producen costumbres, arraigo, y se extienden a los terrenos que no son los de la pura supervivencia. Es aquí donde se constituye la comunidad. Cuando cada uno es integrado a través de formas diferentes de la silenciosa obediencia, o sea, cuando se incorpora la voz de cada uno a las decisiones comunes, se comienza producir un pueblo y la correspondiente posibilidad y realidad de la democracia, de este poder colectivo que descansa en cada uno.
Estas formas de colaboración se convierten en la condición previa indispensable del poder popular.
Las diversas modalidades de asociación horizontal y de decisión democrática que se habían desarrollado en Chile en el siglo XX no se produjeron sólo en los tradicionales espacios de encuentro, debate y coordinación exclusivos de la élite, sino que se desplegaron también entre los ciudadanos menos privilegiados, en sindicatos, mutuales, cooperativas, partidos, y en general en diversos tipo de asociación popular.
Fueron estas últimas formas y la cultura de decidir entre todos que las acompañó durante la primera mitad del siglo XX las que se expresaron con fuerza en el período 1972-3.
No existe un ser humano que no pertenezca a alguna comunidad. Lo que sí existe es el silencio que acompaña a la obediencia. En cuanto este silencio es desafiado y superado, se desarrollan formas de autonomía, de voluntad compartida. En este sentido, la democracia se expresa permanentemente en el funcionamiento de estas comunidades que integran la voz de cada uno. En las sociedades contemporáneas este criterio democrático —que es el fundamento activo del poder popular— enfrenta enormes obstáculos para desarrollarse ampliamente. Pero existe y actúa.
¿En qué podría consistir abrirle espacio a un poder así en Chile?
(III) Proceso constitucional y poder popular: ¿Una constitución democrática?
La Constitución del 80 tuvo como propósito e inspiración la erradicación del poder popular, o sea, aquello que le da contenido a la democracia. La Constitución que la reemplace implicará necesariamente una toma de posición al respecto: o tratará de reformular con una nueva fachada este mismo propósito o le abrirá un espacio al poder popular, menor o mayor en la institucionalidad; lo que también se puede formular así: las puertas continuarán cerradas o se abrirán en algún grado para la democracia.
Esto invita a considerar desde este punto de vista el proceso institucional que comienza hacia la Convención Constitucional. ¿Podría convertirse este escenario en un real “campo de batalla” entre democracia y autoritarismo? ¿O se reducirá al acostumbrado “show” mediático al que se nos ha acostumbrado la política chilena? Si es una verdadera confrontación, ¿debe darse esta pelea o el resultado ya ha sido establecido previamente?
La suposición de que la nueva Constitución ya está prácticamente escrita y definida, es más de alguna teoría de la conspiración. Por supuesto que los operadores de la élite y todo el poderoso aparato hegemónico intentarán con mayor o menor éxito controlar el proceso, pero lo harán tal como han controlado la política y los mecanismos estatales durante décadas: con absoluta pericia en el manejo de los mecanismos y recovecos del poder, de los recursos económicos, de la acción de los medios masivos, y con una “profunda incomprensión” de las corrientes subterráneas que han puesto en crisis debajo de sus narices al aparato estatal (por no decir “profunda ineptitud” para comprenderlas)… Hay un campo abierto para una confrontación, muy desigual, es cierto, pero con un resultado que está abierto.
Si esto es así, o sea, si el resultado no está aún definido y es posible para la ciudadanía incidir en la conformación de los nuevos fundamentos de la organización del Estado por medio del proceso institucional que comienza, se vuelve indispensable precisar cuál es el núcleo, cuáles son las claves de la auténtica democracia, para actuar en este nuevo escenario y orientarse en él. ¿Qué procedimientos, normas, mecanismos concretos contribuyen a cultivarla y fortalecerla y cuáles tienden a obstaculizarla o erradicarla? Estos elementos deberán colocarse en el centro del debate y de las pugnas que indudablemente se producirán en su redacción.
Pero incluso si se tratara de una batalla perdida y el único camino posible para un orden constitucional que favorezca el desarrollo de la democracia fuera una Asamblea Constituyente en un proceso paralelo o posterior y seguramente de mucho más largo plazo, la necesidad de realizar estas precisiones orientadas a un nuevo texto constitucional es exactamente la misma: hay que establecer cuáles son los puntos decisivos que abren o cierran las puertas a la democracia en un orden constitucional.
5. De qué trata un orden estatal democrático
Un orden de este tipo trata de cómo el poder popular se protege, se cultiva, se desarrolla y se proyecta desde los espacios concretos donde sobrevive, hasta el ordenamiento social y estatal completo.
Los principios que orientan a la democracia como ordenamiento estatal se pueden mostrar parcialmente por contraste en aquellos imperativos que guiaron la redacción de la Constitución de 1980. ¿Qué buscaba en concreto (y sigue buscando) la aplicación sistemática de la violencia institucional y la amenaza abierta o velada de usarla? Claramente, imponer la obediencia inmediata a una autoridad incuestionada; esto interviene directamente la cultura de la autoridad entre pares —criterio elemental de la democracia— para socavarla y finalmente eliminarla. En cuanto un orden estatal es una democracia, instaura y despliega ese criterio de autoridad entre pares que ya está flotando en el funcionamiento de toda comunidad real. La violencia como mecanismo para imponer y sostener cualquier autoridad no pertenece a la democracia.
Por otra parte, parecería ridículo pretender que personas que se ganan la vida de su trabajo y no tienen acceso a grandes capitales se orienten por el criterio del lucro, por los valores y prácticas de los grandes capitalistas y empresarios: la ley de la selva del “libre mercado” no les dará la menor oportunidad; la eliminación de los más débiles pertenece a la lógica misma del capitalismo. Sin embargo, colocar este criterio del lucro en el centro de la regulación económica estatal ayudó a resquebrajar toda forma no mercantil de cooperación y romper así la comunidad y en general el espíritu de solidaridad, fundamento indispensable de la democracia. Una verdadera democracia requiere protección de la comunidad, o sea protección de cada ciudadano y de los lazos que lo unen a los demás. Y esto no es compatible con ver a los demás como una oportunidad o un instrumento para el beneficio personal.
Señalar los principios de un orden estatal democrático ya en términos positivos, implica pensar en todo aquello que contribuye a conformar un sujeto colectivo integrando a cada uno, logrando que cada uno dé lo mejor de sí. Con toda su formidable fuerza, esta especie de organismo vivo que es la democracia es, como la vida humana, frágil, y para funcionar necesita protegerse, cultivarse, alimentarse. Para que haya comunidad es necesario proteger la vida de cada uno: su integridad física, su desarrollo mental, su capacidad de ganarse la vida y de aportar a los demás. Esto significa especialmente trabajo, pero también salud, educación, protección colectiva. Sin embargo, estos son sólo presupuestos básicos para una supervivencia digna. La comunidad es además un sujeto colectivo que se organiza alrededor del flujo de la palabra, lo que implica darle la palabra a cada uno, garantizarla cada vez que sea pertinente, y proteger no sólo los circuitos de comunicación en que circula, sino también resguardar el valor de la palabra, para cortarle el paso a lo que la desvirtúa: al engaño y a la manipulación. La democracia supone además el funcionamiento eficaz de espacios de diálogo y toma colectiva de decisiones, acompañados de un criterio de autoridad distinto al de la fuerza y la violencia.
Un orden estatal democrático es entonces aquel que hace posible y protege a este sujeto colectivo viviente, a su acción y funcionamiento.
En la sociedad contemporánea, sin embargo, los elementos señalados y entonces la conformación de este sujeto colectivo se enfrentan a situaciones y retos nuevos y en algunos casos muy distintos a los de experiencias anteriores de democracia. Las monstruosas desigualdades económicas y sociales, la concentración de la tecnología militar y de las comunicaciones, la digitalización y el internet, entre muchos otros retos, obligan a repensar los fundamentos de la democracia para hacerlos viables en el mundo actual. La descomunal concentración del poder en pocas manos es un gigantesco desafío para el desarrollo del poder popular.
¿Qué pasa cuando desde los Estados y desde los diversos centros de poder se produce un esfuerzo sistemático y concentrado en erradicar o al menos contener la cultura y las prácticas de la democracia? Simplemente, que el poder popular sólo puede desarrollarse y extenderse en pugna, de una forma limitada, en lucha permanente, y muchas veces orientado más por el instinto de la ciudadanía que por políticas explícitas y deliberadas hacia su conformación. Este es el caso de las realidades nacionales sobre las que se levantan Estados autocráticos, pero también de los regímenes “de democracia representativa”. Y es el caso de nuestro país.
En la práctica, la democracia es una realidad en pugna, y lo seguirá siendo inevitablemente mientras haya concentración del poder económico y desigualdades profundas. Cualquier estructura estatal que permita o intente trasladar poder a la ciudadanía deberá enfrentar el hostigamiento sistemático de los principales centros del poder real.
6. Poder popular y régimen constitucional
El origen de los regímenes constitucionales de diverso tipo está en el imperativo de limitar el poder de las monarquías absolutas. El criterio que inspiró las primeras constituciones y que sobrevive como una especie de reminiscencia en los regímenes constitucionales actuales, fue el de dividir el poder autocrático y establecer diversos controles que impidieran las múltiples formas de arbitrariedad que se producen cuando el poder se concentra en pocas personas. En tiempos más recientes esta amenaza de una monarquía absoluta ha sido reemplazada por la de un “régimen totalitario”, pero el propósito es el mismo, y eso es lo que cada constitución resuelve en mayor o menor grado a su manera. El sentido del ordenamiento constitucional es originalmente que se convierta en una garantía o salvaguarda contra la arbitrariedad de un poder ya existente y concentrado de hecho.
A partir de esta idea guía, un orden constitucional establece una “división de poderes”, procedimientos para el establecimiento y funcionamiento de las autoridades que encabezan estos poderes y unas libertades y derechos individuales que deben ser resguardados por ellas.
Por último, frente a la existencia de un orden político de concentración de las decisiones en uno solo o en pocos, que es precisamente lo opuesto a la democracia, el dispositivo liberal para introducir la democracia en una fórmula constitucional fue la representación y sus mecanismos: o sea, participación indirecta en la toma de decisiones. Y de esta forma al menos el nombre de la democracia encajó en el enfoque constitucional en modo de “democracia representativa”.
Sin embargo, es evidente que el poder económico, político y militar está más concentrado que nunca en la historia de la humanidad. ¿Qué ha fallado? Desde el punto de vista de los que impulsaron la división de poderes, no ha fallado nada: se logró neutralizar el poder del rey y las constituciones son barreras para el totalitarismo que subyace a ese “soberano de mil cabezas”, el vulgo desatado y su “mob rule” (ley de la calle). “No hablábamos del poder económico; la economía no es asunto de la política”, podrían explicar. El funcionamiento de la economía, cada vez más blindado, se guía en cambio por la lógica interna del capitalismo, que lleva a la acumulación ilimitada de riqueza en menos y menos manos.
¿Cómo debajo de todo este juego de garantías individuales y aparentes limitaciones del poder, se producen en realidad diferentes versiones y mecanismos de una concentración de hecho, no reconocida institucionalmente, del poder político? Su mecanismo principal es precisamente la representación, que instala un puente permanente entre el poder económico y el manejo del aparato estatal. La participación ciudadana directa en las decisiones no había permitido que avanzaran demasiado las desigualdades y la concentración económica. Quienes “representan” a la ciudadanía, en cambio, pueden ser colocados por el poder de los más ricos, y pueden ser además adquiridos, controlados, neutralizados, y si es necesario, eliminados. O sea, es a través de estos representantes y del personal político en general —haya sido o no elegido por votación—, que la voluntad concentrada del poder económico se apodera del conjunto del poder del Estado. La “democracia representativa” proclamada resulta ser de hecho concentración del poder: poder económico más poder político. Lo que algunos llaman “plutocracia”.
La representación, el dispositivo ideado supuestamente para introducir democracia en el aparato estatal, se vuelve exactamente su contrario: mecanismo para impedir la participación y la decisión ciudadana.
Y así el equilibrio de poderes con sus libertades individuales, resulta un discurso vacío que deja las libertades y garantías sólo en el papel. El contenido de la igualdad ante la ley es expresado con transparencia por esta frase de Anatole France: “la ley, en su magnífica ecuanimidad, prohíbe tanto al rico como al pobre, dormir bajo los puentes, mendigar por las calles y robar pan”. Auspiciada por el enfoque liberal, la extensión masiva de esta disociación entre lo que se anuncia y lo que se realiza, se convirtió finalmente en una especie de esquizofrenia social naturalizada.
Por su definición misma, en cambio, la democracia no requiere de una separación y limitación de poderes: su fuerza está precisamente desconcentrada porque y en cuanto se deposita en cada uno y consiste especialmente en fortalecer a cada uno. En este sentido, frente a un poder que se deposita en cada uno no se necesita de resguardos legales y su superioridad está específicamente en la capacidad de concentrarse en un esfuerzo colectivo para actuar con eficacia en conjunto. En este sentido, la clave de una verdadera democracia es la capacidad de “ponerse de acuerdo”, de constituir una voluntad común. Lo que se necesita resguardar es la capacidad de constituir comunidad y para esto hay que resguardar la voz de cada uno. Lo que en un orden constitucional es “división de poderes”, en la democracia es simplemente “división del trabajo”, separación de funciones, para hacer más fluida la participación de cada uno en las decisiones prácticas, orientadas a la acción. Lo verdaderamente decisivo en una democracia es la comunicación que fluye en la comunidad que la alimenta, que es lo que permite establecer y reconstituir en cada momento la voluntad colectiva de esa comunidad.
La democracia real está entonces más allá (y más acá) de un orden constitucional. Porque su nervio y razón de ser es el poder popular, existe antes del establecimiento de cualquier Estado, pero además traspasa cualquier orden institucional. Un poder popular fuerte y extendido simplemente dicta sus propias normas. Cuando es débil y con existencia delimitada, en cambio, debe coexistir con la forma estatal vigente, en una relación más o menos conflictiva, según este orden estatal sea más o menos autoritario o democrático. Lo anterior significa que aunque un orden constitucional no es tema del poder popular (en cuanto este no trata de representación o de división de poderes), la organización estatal que una Constitución sintetiza y orienta sí puede tener un fuerte impacto en su supervivencia y desarrollo.
¿Hasta qué punto los criterios liberales que inspiran el planteamiento constitucional moderno son compatibles con la existencia de la democracia? ¿Hasta qué punto un orden constitucional puede expresar y materializar una aspiración auténticamente democrática?
No está al alcance de este artículo entrar en el análisis detallado de aquellos aspectos constitucionales que pueden ser decisivos para la protección y el desarrollo de la democracia en nuestra sociedad. Sin embargo, señalar a grandes rasgos algunos principios del enfoque constitucional que son compatibles hasta cierto punto con el núcleo de la democracia puede ayudar a entender el alcance del debate que se abre.
Desde el punto de vista de la democracia, el asunto constitucional de la separación de poderes es algo secundario en cuanto lo verdaderamente importante es trasladar las decisiones y sus responsabilidades a los ciudadanos. Esto último obliga a considerar por un lado el reto del funcionamiento efectivo de la autoridad entre pares, y por otro la necesidad de la calificación y el compromiso real que cada uno tenga para tomar decisiones (sin los cuales pueden tomarse malas decisiones y el ejercicio democrático pierde su valor). Este tipo de retos sobrepasan completamente tanto el imperativo de separación de poderes como el criterio representativo, barniz democrático de la democracia liberal.
Sin embargo, “sobrepasar” no significa “ser incompatible”: los mecanismos de las elecciones y la representación podrían ser —en teoría— muy útiles en términos prácticos sobre la base de una cultura arraigada de la participación, que realmente fluya dentro (y fuera) del aparato de Estado. Dicho de otro modo: son compatibles en cuanto se busquen las formas de depurar y extender los mecanismos de la representación para garantizar que el representante y en general los funcionarios no sean ni puestos ni controlados por centros de poder fáctico y en particular por el poder económico; en cuanto existan mecanismos para que haya un control real y permanente de la ciudadanía organizada. Por otro lado, el propósito de la “separación de poderes”, limitar la concentración de poderes, es sólo insuficiente pero —también en teoría— para nada incompatible con la democracia, que se basa precisamente en lo contrario de la concentración del poder. Si esta separación de poderes se profundiza con el acompañamiento de la presencia y control ciudadano, se inyecta democracia a las tres ramas tradicionales del Estado. En general, las formalidades de la democracia liberal podrían ser compatibles con la democracia en cuanto lo declarado en la Constitución se cumpliera realmente y las palabras dejaran de ser adorno o maquillaje de hechos contrarios a ellas. Pero para esto no hay otra garantía que la participación ciudadana real, o sea, el fortalecimiento del poder popular.
Por otro lado, en cuanto un orden constitucional establece —al menos en el papel— la protección de las libertades y derechos individuales, tendría que ser completamente afín al ideal democrático. Sin embargo, la concepción atomística del individuo que maneja el pensamiento liberal no coincide con el enfoque democrático de que el fortalecimiento de cada ciudadano es no sólo compatible sino indispensable para el fortalecimiento de los demás, y entonces, del conjunto. La idea directriz de la democracia es la fuerza colectiva que nace del fortalecimiento de cada uno, donde lo individual y lo social son como dos caras de la misma moneda. El liberalismo opone individuo y sociedad, y entonces la fuerza del individuo no proviene de los demás, sino de lo propio, de lo que protege a cada uno de los demás. Esto tiene consecuencias: si la protección y fortalecimiento del individuo se concibe a costa de los demás y no es precisamente producto de los demás, las relaciones entre los ciudadanos no serán fundadoras de cada uno y por lo tanto indispensables, sino opcionales. El fundamento de este tipo de individuo es el espacio propio, que establece límites, y que es sintetizado por el concepto de “propiedad”.
La defensa democrática de las libertades y derechos individuales incorpora particularmente no sólo lo que protege a cada uno, sino también lo que une a cada uno con los demás, que es precisamente la fuente de su individualidad. También aquí el enfoque democrático va más allá del orden constitucional de inspiración liberal. Comprender que la democracia trata de poder popular, permite mirar críticamente el enfoque liberal del ordenamiento constitucional.
7. Una brújula para los caminos que se abren
Los eventos políticos que se han desencadenado con el estallido del 18 de octubre de 2019 abren una amplia gama de posibilidades, promesas y amenazas.
Esto nos invita a pensar a fondo, examinando las alternativas y buscando las posibilidades con la mirada puesta no sólo en el corto plazo. En lo concreto los escenarios no son ideales, en cuanto la política, en una sociedad fraccionada y cruzada por voluntades contrapuestas, implica choque de fuerzas. Pero si se comprende la dirección que debe tener nuestro esfuerzo colectivo es posible actuar con eficacia en las situaciones más adversas. Hoy es decisivo tener muy claro cuál es el horizonte de nuestra acción, para saber en qué dirección actuar en cada momento concreto.
Si entendemos este horizonte como una sociedad realmente democrática, donde las decisiones estén en manos de una ciudadanía fortalecida, podremos evaluar cada evento, en cada instante, con mayor claridad.
Lo que el proceso institucional actual pone a la orden del día en lo inmediato no es la construcción de un orden estatal que se levante sobre el poder popular (que está hoy políticamente dormido y quizás en vías de despertar), sino la reestructuración estatal, dentro de un orden social y económico controlado férreamente por unos pocos.
Dentro de esta reestructuración pueden introducirse —a regañadientes, producto de una presión sostenida desde la calle—, principios democráticos que permitan el desarrollo de mecanismos, costumbres, y en fin de una cultura de la democracia, y que le abran las compuertas al fortalecimiento de cada ciudadano y al traslado de las decisiones a la ciudadanía en todos los terrenos. Pero esto no será precisamente el propósito de la élite y su personal político, que son una fuerza conservadora muy poderosa que intenta impedir, detener o desviar este proceso. Sólo se hará realidad en cuanto la fuerza ciudadana que obligó a desencadenar este proceso siga activa y actuante, y sólo en la medida en que esto suceda permanentemente y de una forma sostenible. Si esta fuerza ciudadana se desactiva, la inercia del aparato político se apoderará de este proceso hasta detenerlo y revertirlo.
En la sociedad actual, no sólo en la chilena, la comunidad y sus circuitos de comunicación están bajo un ataque permanente y despiadado, y así no es posible una sociedad plenamente democrática. Pero sí es posible tener la democracia a la vista permanentemente en la acción política. Y esta acción colectiva, se trate del horizonte o del proceso mismo en cada momento, trata del poder popular. Trata de la democracia.